escrituras , pensamientos, y reflexiones de una mina común...

Cien Años de Soledad , Gabriel Garcia Marquez

24.02.2014 21:04

El siguiente extracto de "Cien Años de Soledad" contiene la célebre cantaleta de Fernanda del Carpio dirigida a su marido, donde se evidencia la magistral narrativa de García-Márquez de cambios sutiles de primera a tercera persona. También está dotada de una gran carga humor.

 

...Y mientras más largas le daba a las urgencias del granero, más intensa se iba haciendo la indignación de Fernanda, hasta que sus protestas eventuales, sus desahogos poco frecuentes, se desbordaron en un torrente incontenible, desatado, que empezó una mañana como el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que avanzaba el día fue subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido. Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndole de que la hubieran educado como una reina para terminar de sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba bocarriba a esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener a flote un hogar emparapetado con alfiléres, donde había tanto que hacer, tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días, Fernanda, ni le habían preguntado aunque fuera por cortesía porqué estaba tan pálida ni porqué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de las que confundían el culo con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del santo padre, pero no había podido soportar más cuando el malvado de Jose Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, a una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenada frente a diesiséis cubiertos, para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco y de qué lado y en qué copa, y cuando se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y el vino rojo de noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que ella no cagaba mierda sino astromelias, imagínese, con esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha heráldica, pero que lo que tenía adentro era pura mierda, mierda física, y peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia, pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de parte de su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se dolió ni se privó de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y el sello de su anillo impreso en el lacre, solo para decir que las manos de su ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella paila del infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella acabara de guardar sus dietas de pentecostés ya se había ido con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho,  a quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era una, que era una..., todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa a sus designios, y con quien no podía hacer, por supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque estas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y bienamada de doña Renata Argote y Fernando del Carpio, y sobre de este, por supuesto un santo varón, un cristiano de los grandes, caballero de la Orden del santo sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas".


-Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya apestaba.


Había tenido la paciencia de escucharla un día entero, hasta sorprendería en una falta. 
Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena, el exasperante zumbido de la cantaleta había derrotado al rumor de la lluvia. Aureliano Segundo comió muy poco, con la cabeza baja, y se retiró temprano al dormitorio. En el desayuno del día siguiente Fernanda estaba trémula, con aspecto de haber dormido mal, y parecía desahogada por completo de sus rencores. Sin embargo, cuando su marido preguntó si no sería posible comerse un huevo tibio, ella no contestó simplemente que desde la semana anterior se habían acabado los huevos, sino que elaboró una virulenta diatriba contra los hombres que se pasaban el tiempo adorándose el ombligo y luego tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa. Aureliano Segundo llevó a los niños a ver la enciclopedia, como siempre, y Fernanda fingió poner orden en el dormitorio de Meme, sólo para que él la oyera murmurar que, por supuesto, se necesitaba tener la cara dura para decirles a los pobres inocentes que el coronel Aureliano Buendía estaba retratado en la enciclopedia. En la tarde, mientras los niños hacían la siesta, Aureliano Segundo se sentó en el corredor, y hasta allá lo persiguió Fernanda, provocándolo, atormentándolo, girando en torno de él con su implacable zumbido de moscardón, diciendo que, por supuesto, mientras ya no quedaban más que piedras para comer, su marido se sentaba como un sultán de Persia a contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un mampolón, un mantenido, un bueno para nada, más flojo que el algodón de borla, acostumbrado a vivir de las mujeres, y convencido de que se había casado con la esposa de Jonás, que se quedó tan tranquila con el cuento de la ballena. Aureliano Segundo la oyó más de dos horas, impasible, como si fuera sordo. No la interrumpió hasta muy avanzada la tarde cuando no pudo soportar más la resonancia de bombo que le atormentaba la cabeza.


-Cállate ya, por favor -suplicó. 

Fernanda, por el contrario, levantó el tono. «No tengo por qué callarme -dijo-. El que no quiera oírme que se vaya.» Entonces Aureliano Segundo perdió el dominio. Se incorporó sin prisa, como si sólo pensara estirar los huesos, y con una furia perfectamente regulada y metódica fue agarrando uno tras otro los tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes de orégano, y uno tras otro los fue despedazando contra el suelo. Fernanda se asustó, pues en realidad no había tenido hasta entonces una conciencia clara de la tremenda fuerza interior de la cantaleta, pero ya era tarde para cualquier tentativa de rectificación. Embriagado por el torrente incontenible del desahogo, Aureliano Segundo rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo polvo contra el piso. Sistemático, sereno, con la misma parsimonia con que había empapelado la casa de billetes, fue rompiendo luego contra las paredes la cristalería de Bohemia, los floreros pintados a mano, los cuadros de las doncellas en barcas cargadas de rosas, los espejos de marcos dorados, y todo cuanto era rompible desde la sala hasta el granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se reventó en el centro del patio con una explosión profunda. Luego se lavó las manos, se echó encima el lienzo encerado, y antes de medianoche volvió con unos tiesos colgajos de carne salada, varios sacos de arroz y maíz con gorgojo, y unos desmirriados racimos de plátanos. Desde entonces no volvieron a faltar las cosas de comer.

 

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